Saludos amigos de hive,Era sábado por la tarde y el calor comenzaba a ceder. El cielo, teñido de tonos dorados y rosados, anunciaba que la noche sería perfecta para una buena comida al aire libre. Después de una semana larga, llena de trabajo y rutinas, decidimos que era momento de darnos un gusto: una salida a comer parrilla. El lugar elegido era un restaurante de esos que no necesitan mucha publicidad. Lo conocíamos por recomendación, por el boca a boca que solo se gana con brasas bien manejadas y carne en su punto justo. Al llegar, el olor a leña quemada y grasa chispeante nos recibió como una promesa cumplida. Las mesas de madera, el humo flotando en el aire, y el sonido del cuchillo golpeando la tabla al cortar los cortes recién hechos, creaban una atmósfera casi ceremonial. Cuando llegaron las bandejas, humeantes y rebosantes, el silencio se impuso por un momento. El primer bocado fue una explosión: la carne tierna, jugosa, con ese sabor ahumado que solo el carbón puede dar. El chorizo crujía por fuera y se deshacía por dentro. La morcilla, especiada y suave, era un abrazo al paladar. Cada corte tenía su carácter, su textura, su historia. Comimos sin prisa, disfrutando cada momento. El vino ayudaba a soltar las palabras, y las anécdotas comenzaron a fluir: historias de infancia, viajes fallidos, amores pasados. La comida, como siempre, era solo el pretexto para encontrarnos. Al final, con el estómago lleno y el corazón aún más, pedimos un café fuerte y un postre para compartir. La noche ya estaba avanzada, pero nadie tenía apuro por irse. El fuego seguía encendido, como si supiera que aún quedaban cosas por decir. Salimos del restaurante con una sonrisa tranquila. El aire fresco de la noche nos envolvía, y el olor a parrilla se nos había quedado en la ropa, como un recuerdo feliz. Porque hay placeres que no necesitan explicación, y una buena parrilla compartida es uno de ellos.

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