Germán era un hombre de hábitos meticulosos, especialmente cuando se trataba de café. Cada mañana, antes de dirigirse a la oficina, dedicaba tiempo a preparar su preciada bebida. Medía cuidadosamente los granos de café, ajustaba el molinillo a la molienda perfecta y observaba con atención cómo el agua caliente extraía lentamente los aceites aromáticos, creando una taza de café que era pura perfección. Para Germán, el café no era solo una bebida, era una experiencia sensorial, casi un ritual sagrado.

Sin embargo, todo cambiaba cuando cruzaba las puertas de su oficina. El ambiente de trabajo, con su iluminación fría y su aire acondicionado constante, también albergaba su mayor pesadilla: las máquinas expendedoras de café. Esas enormes y brillantes cajas de metal que dispensaban un líquido oscuro, amargo y, a su juicio, lamentable. Cada sorbo era una tortura para su paladar educado.
Germán intentó de todo para evitar tener que recurrir a esas máquinas infernales. Llevó su propia cafetera al trabajo, pero las quejas sobre el aroma "demasiado fuerte" de su café gourmet lo llevaron a desistir. Intentó comprar café en la cafetería cercana, pero los tiempos ajustados y las largas filas le hacían imposible mantener su rutina. Finalmente, se vio resignado a depender del café de las máquinas expendedoras.
Cada vez que presionaba el botón de la máquina, sentía una punzada de indignación. ¿Cómo era posible que en pleno siglo XXI, en una empresa próspera, no se pudiera tener acceso a un buen café? Germán se sentía traicionado por la modernidad, atrapado en una ironía amarga.
Sus compañeros de trabajo, ajenos a su tormento, lo veían fruncir el ceño cada vez que tomaba un sorbo de ese brebaje insípido. Para ellos, el café de la máquina era simplemente un medio para despertar, nada más. Pero para Germán, era un insulto a todo lo que valoraba sobre el arte de preparar y disfrutar el café.
Un día, en un arranque de desesperación y motivado por su amor al café, Germán decidió iniciar una campaña para mejorar la calidad del café en la oficina. Redactó una carta, recogió firmas y presentó una solicitud formal a la gerencia. Argumentó que un buen café podría mejorar la moral y la productividad de los empleados. Para su sorpresa, muchos de sus colegas se unieron a su causa.
La gerencia, impresionada por la pasión de Germán y el respaldo de los empleados, decidió actuar. Semanas después, instalaron una estación de café gourmet en la oficina. Equiparon la sala de descanso con una máquina de espresso de alta calidad, molinos ajustables y una selección de granos frescos.
El primer día que la nueva estación estuvo operativa, Germán sintió una ola de satisfacción y orgullo. Preparó su café con el mismo cuidado y devoción que en casa. Al primer sorbo, supo que su lucha había valido la pena. Finalmente, podía disfrutar de un buen café en la oficina, y su indignación se transformó en gratitud.
Foto(s) tomada(s) con mi smartphone Samsung Galaxy S22 Ultra.